Situación. Banco. Saco número. El 90. Iban por el 84, así que bien!
Un hombre llega después que yo y sacá número.
Mientras tanto, cambia el marcador. 85. El hombre mirá qué le tocó. Advierte que le fatan 6.
Por corte, vuelve a cambiar el marcador.
Y por corte, este hombre vuelve a mirar su número. Hace una pausa. Duda. Y nuevamente reincide en una secuencia de miradas. Marcador. Número. Marcador. Número. Marcador.
Se constata de que no coinciden, y sin emitir voz ni voto, decide sentarse, anhelante de que su turno se haga presente en la sala.
En adelante, cada 15/20 segundos, este buen hombre (nadie dudaría de un individuo con sweter a rombos) corroborará, mirando el marcador y luego su número, que su turno aún se hace desear.
Como un espectador atento al nudo de una flemática película francesa, empiezo a preguntarme los porqué de esta secuencia. Mi primer impulso me lleva a imaginar que en realidad su frágil memoria lo obligaba a este ofuscado juego de miradas. Aunque luego, este impulso será derribado por una observación aún más letal. El iphone que lleva en su cintura.
Así, la hipótesis de denencia senil quedó asolada al momento de verlo redactar un mensaje con la misma fluidez con la que mi padre limpia sus zapatos antes de ir a trabajar.
Pués bien. Mirando detenidamente a mi antagonista, comencé a acachar detalles que fueron cimentándome su perfil de “obse/psico”. Empecé a analizar sus posturas, la forma hostil con la que sujetaba su número, su mirada ansiosa. De golpe, este buen hombre se levanta y felizmente se acerca al cajero en cuestión. Todo en él irradiada felicidad, y no entendía porqué. Hasta que comprendí, al ver el número 91 en el marcador, que el muy turro me había sacado mi lugar en la cita. Obsesivo de mierda!
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